No era tarde y sin embargo, esa acostumbraba ser la hora de mayor quietud. Sin ninguna distracción que ahuyentara el martirio. Esta vez algo distinto pasó, justo cuando Gastón menos se lo esperaba.
Pasada las once PM y ante la sorpresa de su morador, el timbre sonó llamando a la puerta como jamás sucedía. Sin reparar en la extrañeza, Gastón se puso de pie y enfiló hacia la puerta con un dejo de desconfianza. ¿Quién tenía el desenfado de interrumpir su único minuto blanco de cada jornada?
Fue mecánico. La desconexión de su cabeza y el cuerpo le impidió linkear cualquier atisbo de probabilidad. Sólo era el maldito timbre… pensó. Apuró el trámite, queriendo salir rápido del paso y reanudar sus minutos de flagelante relajo.
Lo que parecía una molestia pasajera dio pie al más grande cúmulo de sensaciones que ni su erosionada imaginación pudiese crear. Una muy luminosa, un segundo de bello e incesante ahogo acaecido en una fracción de segundo. De esos en que las palabras escasean e incluso sobran. Uno en que el corazón se acelera y es quizás lo único que no te delata. Porque los ojos, los gestos, las miradas, el temblor del cuerpo, todo lo demás fue tan aparente que ni siquiera tuvo el momento para disimular.
Allí, en su puerta estaba Javiera, la que buscó sin descanso en sus últimos meses de vida, la que por esas incongruencias que generan el querer hacer todo bien llevan a equivocar el camino, la misma dueña de esos minutos de paz en que transportaba sus carencias a un lugar mejor, la guía de sus desconexiones, la que con sólo visitar su mente borraba de un soplo los malos augurios del día recién acabado.
No supo qué decir. Mientras buscaba reencontrar su centro, alzó la vista y observó su sonrisa, la misma que ni se desdibujó para regalarle un “te extrañé” que sólo se interrumpió con su gesto, el de abalanzarse a sus brazos y besarlo derramando una lágrima retenida por tanto. Él sólo atinaba a tratar de absorber y disfrutar cada milésima de tiempo…
Y de pronto, en vez de hablarle a la distancia la tenía allí. Gastón aprovechó esta nueva oportunidad y sin reparar en el qué la había generado, sólo atinó a regalarle palabras de amor. La sentía tan suya como siempre añoró en corazón y gestos, en actitud y palabras. Se dijeron tantos te quiero que por ratos parecían el adorno obligado a cada conversación.
Una botella de merlot acompañó el reencuentro. Se contaban esos días sin saber uno del otro, sin reparos ni cuestionamientos. Sin desconfianzas ni preguntas desfasadas. Lo único que les importaba era el aquí y ahora. No era necesario pensar en fluir porque sin proyectarlo, ambos estaban siendo ellos mismos frente al otro, sin el miedo escénico de versiones anteriores, sin los tapujos controlando sus maquinadas acciones cual marioneta teatral. Fue tan de verdad que los meses alejados sólo parecían el aire necesario para volver a creer. Javiera se veía resuelta y convencida como jamás lo estuvo. Gastón había dejado el personaje inseguro y se lanzaba como nadador experto a las aguas de la incertidumbre, con el sólo objetivo de refrescarse en el mismo mar de dudas que casi lo ahogó en su momento.
No hubo rincón de su cuerpo que no recorriera. No hubo aroma de su ser que no capturara como no queriéndolo dejar que la opción de que se le escapase. Ni siquiera se permitió momentos para reparar en qué gatilló tal milagroso instante. Lo único que le interesaba era saber que ella se dormía en sus brazos y que él conciliaría el sueño reteniéndola así, de seguro pensando en no dejarla ir otra vez.
Otra alarma, esta vez de un teléfono celular nuevamente vino a desarmar su esquema. Con el cuerpo aún cansado, tal vez de tanto llorar allí junto a ella, Gastón rearmó el frenético puzzle de a poco, de golpe y con cierta crueldad.
A su lado no estaba Javiera. Buscó su olor en la almohada y no lo encontró. No había rasgos que refrendasen una cuota verosímil a tan hermoso pasaje de fantasía. Sí, la perceptible e insoportable alerta que lo había desterrado del mágico instante apenas alcanzaba para comprender un par de cosas.
Había sido un sueño, uno como jamás lo tuvo antes. Una ilusa mancomunión de imágenes que sólo el espejo en el dormitorio se encargó de apagar de la manera más vil. Javiera, como en todas sus noches, había visitado su mente. Como en todos sus despertares, ya no estaba cerca y sólo le dejaba el oscuro sabor de lo incierto.
Tanta contradicción, la felicidad del minuto anterior con el duro costalazo del despertar ni siquiera tenían espacio para el crudo análisis post mortem. El reloj no daba concesiones. Había que salir, otra vez, al frío y la lucha adversa.
El hielo interior, el que convertía en suspiro cada intento por respirar acompañó el ritual de siempre. La ducha, la preparación y el no desayuno. Una sensación que sólo amainó con los primeros pasos durante esa inhóspita mañana.
Quizás Javiera sí estuvo allí con su abrazo. Tal vez fue su voluntad de acompañar las noches en penumbra de Gastón, de velar por su sombra aislada le llevó hasta tan sombrío lugar por la noche. Quién sabe, se decía Gastón en su yo interno. Probablemente, de tanto llamarla con el pensamiento…
Y enfiló rumbo desconocido aunque esta vez, con un dejo conformista de seguridad en su horizonte. La compañía imperceptible de esa velada nocturna tenía arraigo en su mente. En una de esas, era sólo el anticipo de lo que vendría, de que independiente de lo solitario de sus noches, esto probablemente marcaba el devenir de días mejores. O incluso ser la concreción de un sueño hermoso que no era necesario abandonar.
De cualquier forma, Gastón pudo exhalar mejor y botar con ello algo de angustia. Lo demás, como siempre era cosa del destino, de mentalizarse y pensar que en la cuadra siguiente venía el semáforo en verde. Que a la vuelta de la esquina encontraba el camino negado. Un momento para descubrir y atesorar, tan destellante, único y suyo como el de la noche anterior…