
Caminó por horas esa tarde. Como si fuese la única posibilidad de sentirse a salvo.
No miraba, no medía, avanzó decenas de cuadras hasta dar con un asiento de parque, unas hojas húmedas que anunciaban el otoño y gente caminando apurada sin detenerse a observar el entorno. Tal como ella unas cuadras antes.
La diferencia es que los transeúntes llevaban un destino en el apuro de la marcha. Judith deambuló por horas, lento, sin rumbo y preguntándose una y mil veces aquél cuestionario del dolor que tantas veces sacudió su cabeza.
Otra vez estaba sola. Otra vez, el amor le golpeaba con la puerta del despecho en la cara. Nuevamente los fantasmas, las dudas, esa mochila interna que pesaba como los recuerdos de ese último adiós habían confabulado contra su último abrazo. Sola de nuevo. Y trataba de entender…
¿Por qué no se permitía decir lo que realmente la atormentaba? Su pavor infernal lo disfrazaba con logros. Se sabía independiente, se jactaba de ello. Y pese a tenerlo todo, su porfía que aún discutía entre su conciente y su sinrazón la dejaban al final del capítulo con el mismo epílogo. Sola, atormentada, vulnerable, ahogada en su vómito de culpas auto impuestas.
Mientras se acomodaba en una banca del parque y sacaba sus pastillas ansiolíticas para calmar en algo en llanto incontrolable comenzó a ordenar sus pensamientos.
Viajó en cosa de segundos a ese minuto en que su primer gran amor le rompió el corazón casi sin mostrar compasión. Ese corazón inocente que por más intentos que hacía, jamás logró sanarse del todo involucrando con ello las historias próximas que vendrían a colmar sus días, tanto como a vaciar lo que le quedaba en el alma.
Judith nunca fue una chica tímida. Asumió desde pequeña su rol de niña moderna e hizo notar su presencia en la familia colmada de hombres. Como única heredera fémina, jamás aceptó ser la niña de papá. Una actitud que desde el colegio le trajo dividendos con el sexo opuesto. Los mismos que en su inmadurez renegada y lasciva le dio ese golpe tan bajo a los 19 años.
Así cómo las traiciones habían dolido y marcado tanto como esas cicatrices mentales se lo recordaban cada cierto rato, ella asimiló que todo se pagaba con la misma moneda. Tarde era hoy para redescubrir esa mentira interior, para justificar que la infidelidad no necesariamente implicaba traición, que por el contrario, su dañado historial la condenó a sufrir más por imponerse vengar ante el género opuesto el vejamen del que se sintió victima por tantos años. Hasta esa fatídica tarde que sola en el medio de la nada comenzaba a encontrar sus propias respuestas.
Rememoró los amores intermedios que sólo inseminaron las dudas en su andar. De pronto, y quizás por lo acontencido esa tarde en el café de siempre, donde se enteró por boca de su propio novio que la relación de un año llegaba a su fin porque éste entendió que ella no lo complementaba, supo que en todas esas historias de ayer, ella tuvo una gran cuota de responsabilidad, quizás por anteponerse una venda de fracaso al momento de enfrentar las crisis. O simplemente por su negación a la paciencia, a entenderse y aceptarse, a reconocer que apuraba todo como corriendo contra sí misma, que lo hacía convencida de estar segura del amor, sin reparar en que sólo se trataba de miedo al fracaso. Una ansiedad maldita que terminaba por destruir lo que tenía seguro en su corazón. Por callar, por no ser ni respetar su propia persona.Se fue la tarde y cuando la noche saludaba sus sienes, cansada de llorar entendió un par de cosas.
Entendió que aún rodeada de gente, estaba muy sola pues jamás alguien entendió lo que realmente ahogaba en su interior, entendió además que su primera necesidad era dejar de sentir lástima por ella misma para recién comenzar a redimir a quienes la habían dañado.
Y finalmente, comprendió que tenía nada. Que pese a su éxito y entorno aparente, las manos se mostraban vacías. Que estaba en ella mejorarlo, dejar de divagar con la vida engañosa y fácil, esa de "compañera casual sin rollos", debía entender que lo estable tiene dificultades, se pone cuesta arriba y que la verdad es lo único que permite saldar las cuentas, sanar las heridas y afrontar los desafíos.
Lamentablemente, este último punto es el que nunca supo si iba a ser capaz de superar. Y entonces se dio cuenta de por qué cuando cada vez sentía una nueva estabilidad, de la nada surgía un temor que la paralizaba, la aterraba. De alguna manera, siempre sintió pavor por ella misma. Y nadie más podría mejorar ese mal…