sábado, 6 de marzo de 2010

SOBREVIVIENDO DÍA 2: La necesidad y la vergüenza…

Obvio. Con dos días sin dormir, con tal nivel de convulsión interior era obvio que habría algo de sueño reparador. Cuatro horas parece poco pero es más que suficiente. Mejor si tu gata regalona, la última que faltaba por aparecer, brinca sobre tu cama y te despierta alegrándote la mañana. Es mediodía del domingo 28 y pongo atención en la calle; unas voces hablan del saqueo de la Farmacia Ahumada en Colón. Uno que leyó de fenómenos de agitación los entiende. Cree que son descontroles puntuales. Por eso mismo, salgo con dos bolsas de nylon dispuesto a recorrer el radio comercial para comprar harina. Apenas en la calle, veo a un vecino sacando cajas de jugo natural desde su maletero. “Están saqueando el Súper 10, Ricardo. No creo que quede nada” me dice…
Otro de los coterráneos ofrece encaminarme hacia fuera del barrio. Su hijo se sube adelante y exclama literal. “Estos descarados traen hasta un televisor”. Es verdad. Andaban tres autos de esa casa y se coordinaban para sacar y trasladar. La demás gente del barrio pasa aglomerada en las cuadras, todos cargan algo. Insisto, aún me parece normal.
Pienso que se inició a la misma hora en que nosotros estábamos de vigilia en la fogata. Ya perdimos la oportunidad de jugar al “carro millonario”, pensé. Me daba lo mismo. Llama la atención que un tipo carga sólo dos bolsas gigantes de comida para perros. Hablando con otra gente días después supe que era dueño de 3 canes. Fue lo único que entró a sacar.
Ya estoy llegando cerca del supermercado y las hileras de gente con víveres es impresionante, heterogénea y ciertamente transversal. El estacionamiento lleno. Impacta ver que muchos trasladan carros repletos, como un pedido al aire libre pero basado en packs de algo. Se saca mercadería indiscriminadamente y luego entenderé por qué. Cuando llego a la puerta me abofetea un pandemonio que nunca pensé vivir en la vida. Gritos, gente corriendo, desesperación a plena luz del día y sin fuerzas policiales que apremiaran.
Entré a ver si agarraba algo indispensable. Pensé en cigarrillos. Ese sector del alcohol y tabaco yacía destruido. La imagen más dantesca era el sector de las góndolas de alimentación al por mayor, todas arrasadas. En los accesos ni siquiera las sillas de las cajeras quedaban. Los estantes estaban barridos y como imagen surrealista, una champaña intacta entre dos pasillos.
A poco andar guiándome hacia el sector de los tallarines que siempre le compro a mi perro, ya me doy cuenta que mis zapatillas habían pasado a la historia. Una capa viscosa de aceite, mayonesa y quien sabe qué mas te empantanaba en el suelo o bien te botaba de un resbalón.
Salí de ahí y di gracias de no llevar la cámara fotográfica porque habría significado golpiza o robo. Con la ropa ya manchada decidí que tenía que obtener algo necesario, azúcar o harina de preferencia. Como saben era fin de mes, no quedaba plata y si había, no se podía sacar. Es más, el cajero automático ya no estaba. Seguí una hilera de gente que extrañamente aún salía con cosas. Era una fila lenta, alborotada, exhausta en algunos casos y que expelía mucha tensión. A los costados, varios almacenando rumas de abarrotes, artículos de aseo. ¿Para qué quieren cajas de shampoo? ¿Tanta gente vive con ellos que necesitan decenas de displays de bebidas?
Veinte pasos más adelante ya aparece el caos. Es una bodega oscura. Apenas algunos más preparados en la acción llevan linternas para sí. De golpe y casi a tientas aparece una huincha gigante y en forma ascendente. Apenas se perciben a algunos que se lanzan con cajas en las manos. Cada una es un botín, hay que resguardarla a las carreras. Entiendo que debe ser la manera más expedita de bajar de un nivel menos atestado.
Ni siquiera pienso en buscar un acceso para subir porque la inercia me llevó hacia un rayo de luz a la izquierda. En medio de tanto revuelo grito “¡Tallarines!” y alguien responde “¡Arriba comestibles, abajo leche y bebidas!”. La capa del suelo es doblemente espesa y ya cuesta moverse. Algo cae del segundo nivel y por poco me da en la cabeza. En hacerle el quite alcanzo a tomarla, girarla y enterarme que contenía latas de jurel. Si me daba en la testera me mataba ahí mismo.
El rayo de luz difuso está concentrado en un sector de lácteos y cuando sale a regañadientes por entre las paredes cruza nuevamente por enfrente mío. Divisó delante de allí una zona de acopio de bebidas y apenas se ve que son de esas imitación. Al lado, dos displays de agua mineral de 6 unidades. La anuncio para quien la quiera y me quedo con la otra, la tomo como puedo y avanzo. Tengo agua y salmón pero me estoy ahogando. Mis pies chocan con un paquete abierto de jugos Watt’s, quedan 3. Los abrazo porque no hay más y trato de salir. Es imposible con ese peso.
Tomo las bolsas de nylon que llevaba para echar la harina y cuento siete latas del pescado en la caja, siguen cayendo cosas y pasa más gente empujando. Cuando quiero retomar el rumbo ya tengo capas de ají y mantequilla sobre los empaques del jugo y el agua. Como puedo avanzo y ante resbaladas constantes encuentro la cola de salida. Una persona cae entre el angosto hilo que separa la improvisada fila humana de ingreso y la de salida. Yo tropiezo por efecto dominó. Sólo pensaba en arrancar de ahí y conservar mis cosas, esas mismas que ante la improbabilidad de comprar alimentos para animales y bebestibles les puedo jurar que no nos quedaban entrada la semana.
Salir de allí fue similar odisea como tratar de llegar a casa. Cerca de mi calle, una fila inmensa de gente esperando agua de punteras y uno, embetunado de grasas y embutidos hacía lo imposible por acortar cuadras pronto. Caminé ese trecho sabiendo que una patrulla de carabineros miraba afuera, dejaba proceder y apenas trataba de no constatar víctimas ni congestión entre los autos que llegaban de todos los sectores.
Y por más autorizado que estuviese, por más que todos esos verdaderos clanes que sacaron pedidos y pedidos para abastecer su despensa, yo me sentí miserable. Poco me importa saber que perdí más en la ropa que desperdicié ya que salí sin planear arrastrarme por esos pisos. O que en un mes más puedo ir y pagar los seis mil pesos que cuesta lo que llevé hasta mi cocina. Sirvió, nos sacó de apuros… Pero fue fuerte. Y no se lo doy a nadie.
Quizás sea porque con el correr de las horas miraba incrédulo que el asunto era tema de todos, sin tapujos ni consideraciones. Que los demás seguían trayendo más y más artículos. Que aprovecharon el impulso y fueron al Líder, la CCU, la Coca Cola, que sus productos eran casi trofeo de guerra para los más descarados y hasta pudientes de mis vecinos.
Otros miraban con estupor. En medio de ese juicio valórico estaba yo. Pensando en que fue un acto irracional, el instinto de supervivencia. Que finalmente todos lo hicieron y yo fue conciente dentro de mi irresponsabilidad. Es más, con las horas me cuentan que ya no existen los Sta Isabel, las cadenas de farmacias, Homecenter, las multitiendas en el centro, los hipermercados de las comunas y barrios alejados de la ciudad, las bodegas de las grandes marcas de ropa y electrodomésticos. Todo, saquearon y destruyeron. En algunos lados incluso con fuego. Yo me siento parte aunque haya sido para comer.
¿No se pudo evitar acaso? Definitivamente sí. Y entonces muchos como yo mismo habríamos sacado similares cargas sin tener que mendigarlo. Pero lo más seguro es que ese miedo absurdo que tiene la autoridad civil hacia la acción castrense –cuando cuidan tanto su imagen internacional desmarcada de la milicia que gobernó Chile- desató un caos y una tragedia que les puedo asegurar fue muchísimo peor que el terremoto en sí.
Porque caló en nuestro amor propio, en la falta de responsabilidad de todos. Demostró que entre prejuicios de la autoridad incompetente, centralista y exacerbadamente política en sus miramientos –la alcaldesa UDI de Concepción se los anticipaba el caos por la radio y no le hicieron caso- más la falta de control socio-cultural, este país no se quiere, no se respeta y no organiza.
Poco importa que los ministros de la concertación nos enrostren el avance en números. Nacimos, vivimos y morimos siendo tercermundistas. Y a quién le importa. A nadie. Están demasiado ocupados buscando chivos expiatorios para justificar la payasada de poner a su monigote presidencial de polleras diciendo que no había un tsunami, paradójicamente cuando la pobre gente de la costa se moría ahogada en ese mismo minuto.
La culpa de este segundo desastre vinculado a los delincuentes y a los que nos dejamos llevar por el abastecimiento informal es de ellos, de los que mandan y ostentan el poder, el orden. Y de nosotros también. No es agradable contar esto. Pero supongo que son historias que uno deberá cargar en la mochila. Y en su momento, aportar con la vivencia para que nunca más se vuelvan a repetir. Aún así, otra vez apareció el insomnio, la frustración y la rabia.
Me afectó y eso que hasta hambre pasé alguna vez cuando malditos empleadores me dejaron botado en un pueblo cercano que justamente hoy se ve devastado por la misma tragedia que mi cuidad. ¿Y saben qué? No es lo mismo. Jamás pensé que pelearía así por algo que comer. No sé si eso te hace mejor o peor persona. Sólo sé que trapea tu dignidad...

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