sábado, 6 de marzo de 2010

SOBREVIVIENDO, DÍA 7: La campaña que resucitó al crítico.

Otra vez casi ni dormí. Con la llegada de la luz me quedé pegado en las señales abiertas de TVN y C13 para empaparme de datos, historias, anécdotas y reportes. Puse la cabeza en la almohada y una réplica de proporciones me sacó de la cama como a las 6 y algo. Dos horas después se sintió uno que de verdad fue intensísimo. Creo que es el primero de la semana que definitivamente me hizo recordar el terremoto en sí. Dicen que fue entre 6 y 7 grados en Richter. Lo bueno es que ya no hay tele que defender ni sujetar...
Algo logro descansar. Me despierto sabiendo que hay un acopio improvisado de agua de punteras mucho más limpio que los restos de la piscina y el pozo. Voy a abastecerme para que, como siempre, haya al menos uno o dos días de reserva asegurada en la casa.
Y luego, al desayuno-almuerzo ya me entero de la campaña “Chile Ayuda a Chile”, de cómo los medios se pliegan y siguen a Don Francisco como lapas, de cómo Leo Rey habla de la importancia de ese escenario (?) de cómo ayudar se vuelve casi una moda. De la emotividad de plástico, de los líderes políticos intentando aunar esfuerzos y aún así generan emociones teñidas de ideología, de los estúpidos de siempre subiéndose a la tarima de la mal llamada solidaridad, de su camisa planchada, de su cutis brillante, de su oportunidad de conseguir portadas.
Supongo que será mi estatus el que me despierta tanta bronca. Mi estatus de clase media-baja, digo. ¿Saben por qué? Debe ser que hace muchísimo rato, en la medida de mis posibilidades y lo que he podido publicar en sitios y medios distintos, me di el tiempo para desmenuzar, transparentar y hasta empelotar a la nueva clase social chilena. La de los poseros.
Resulta que hoy ayudar más que necesario es tremendamente cool, resulta que conmoverse hoy es también top, resulta que es materia obligatoria saber dónde queda Pelluhue o la historia del tipo de la polera “Fascim Sucks” –podría haber sido una que por último dijera “Vidal Sucks”- que levantó la bandera chilena y se convirtió en emblema.
¿Alguno de ustedes, malditos bichos que pulula por las redes sociales -o las páginas noticias plagadas de ideas repetidas- sabe lo que es andar en una bodega vacía buscando algo para comer o conoce la sensación de salir con un palo a defender tu casa del pillaje? ¿Conoce la tropa de pseudo-intelectuales de blogs y columnas de opinión cuántas vidas se pudieron salvar si en este país se hicieran las cosas bien –sólo con parámetros de sentido común- y no como se les ocurre a unos ineptos que se deben hacer? ¿Si están tan informados acerca la de la triste desgracia de las caletas y ciudades arrasadas, sabe algunos de estos parásitos de internet quién me ofrece un subsidio para recuperar televisores, computadores o todo lo que como clase media debemos absorber de nuestros bolsillos aunque ya se nos hacía difícil desarrollarnos hasta días antes del terremoto? Nadie. Le pongo la firma. Lo sé porque yo me río en sus caras de su inoperancia real cada vez que puedo. Los conozco.
Entonces, además de ponerse con unas luquitas en un banco intenten mirarse a los ojos y cuestionarse ustedes entre sí. Porque yo sigo siendo el mismo que los criticará sin piedad y desde la tribuna disponible que sea, aquél que se entretendrá barriendo con todo burócrata parlanchín y vendedor de pomadas al pueblo. Y sin perjuicio de ello, algo en mi cambió. Saber lo frágil de la vida y lo débil del alma que acusa cada ser humano te hace abrazar más la idea de sobrevivir aportando y no siendo mero eco. También te obliga a esforzarte mejor por comprender el mundo que te rodea. Nunca fue mi problema. No pueden decir lo mismo...
Viven en una burbuja, sienten que organizar un remate, una completada, sacar un billete o seguir a la masa en la inercia de ayudar para incrementar una cifra de la tele los hará mejores personas. Me reí en su cara ayer y me dan repugnancia hoy. Son títeres de un sistema que lucra con nosotros, que jamás optó por incorporar a los mejores sin tablas de medición académica ni política, que poco nos enriela en la ruta de los valores ni mucho menos nos prepara para vivir mejor pensando de corazón en el que está al lado, en vez de cómo sacarle ventaja y escapar cada día más luego de los estratos que siempre agruparon a nuestros antepasados.
¿Quieren ejemplos los tontitos? ¿Los quieren con manzanitas? Ustedes decía que si los noticiarios empezaban sus entregas con 15 minutos de noticias policiales era porque estaban alarmando gratis, porque estaban desbancando a un conglomerado político a partir de la invención de una sociedad inmoral y sin valores genuinamente decentes. ¿Y lo que vimos esta semana? ¿Lo inventó la prensa? Si aún el sistema no cuantifica lo que se perdió por la catástrofe, menos va a saber lo que se desvaneció con el salvajismo. Pero no les interesa. La necesidad de cordura tiene cara de hereje con poder…
Supongo que es esa rabia la que me impide ver semejante muestra de mojigatería chilena por la tele. Peor aún, siento que también hay un valor sentimental que me llama al duelo. O al menos a la abstinencia de semejante invento mediático. No es con ellos mi decepción. Están tratando de ayudar desde la única y poderosa ventana que los tiene lejos del mundo aunque quieran sentirse cercanos. Terminarán afirmando su obra gracias al aporte de la clase media, la misma que perdió cosas tan valoradas y poco volátiles como su dignidad hace siete días.
Es más. Por el bien último de estar informado, cada vez que hubo un evento de envergadura y significancia nacional estuve ahí para observarlo y propenderlo. Hoy no. Debe ser porque todo lo destruido que mueve estas cadenas fue y es parte de mi entorno. Y entonces siento que sin querer festinar, la masa imberbe lo verá como el tema del momento y mañana será motivo de escarbar en lo que venga más adelante en el calendario de tragedias. Y me da pena, me genera impotencia.
Quizás sea porque no perdí tanto. O quizás porque perdí más de lo que yo mismo puedo llegar a imaginar…

SOBREVIVIENDO, DÍA 6: El fin de la inseguridad

Es tarde. Creo que ahora sí dormí más que suficiente. Bañarte luego de jornadas tan extenuantes acusará la cuenta que te pasa el cuerpo. Acuérdate de mi. Es un gusto por estos días. Si no, pregúntenle a los desubicados que hoy partieron en masa a los espejos de agua de la ciudad para asearse y lavar ropa. Vamos ensuciando la naturaleza. Total, qué les importa.
Casi por rutina asimilada salgo a buscar agua. Ya no queda en los acopios de siempre. En eso me encuentro con una camioneta de la CGE en la esquina y sonrío. Son los de la primera avanzada, la que revisa y da el comprendido a los de un segundo equipo que repara según escuché en los medios. Un circuito por el barrio me avisa que todos los otros sectores ya cuentan con electricidad sólo al interior de las casas. Buen indicio.
Mientras salimos a ayudarle en la tarea nos cuentan que en la zona de Palomares ya no quedan bodegas de las grandes empresas. Dicen que en los barrios de Nonguén los drogadictos venden algunos plasmas nuevos en 20 mil pesos o computadores en 50. Saben que tienen que deshacerse de ellos luego, antes que alguno pueda caer en las inocentes redadas de los fiscales.
Ya leo un par de diarios y siento un poco de vergüenza. Una, de saber que en mi pasaje sólo leen LUN o La Cuarta y es poco probable encontrar un solo artículo decente. Dos, que ni siquiera en estas circunstancias la línea editorial se flexibilice y aporte con la comunidad generando contenidos y conciencia. Yo no tengo postgrados ni creo que los vaya a tener. Pero apostaría que en materias de comunicación social, los expertos abogan porque los medios son los reales encargados de encausar a una sociedad que mira las cosas con demasiada distancia aunque presuman cercanía. ¿No era este el momento para volvernos serios y dejar de vender chimuchina cuando para muchos, la nube de colores se les cayó en la cabeza?
Un poco más tarde salgo a buscar agua sin suerte. Aún así, me basta para encontrarme con militares que llegan a dejar bolsas de alimentos. No soy delegado, aunque por lo de días anteriores, algunos me reconocen y me quieren dejar pasar. No tengo credencial y en vez de que me atajen los propios milicos, prefiero preguntar sobre qué hacer. Suficiente para correr la voz.
En la noche llegarían un par de litros de leche, un café chico, azúcar. Se agradece harto. No la necesitamos tanto hoy pero nos puede ahorrar las filas del supermercado mañana. De esas hay en todos lados. Dicen que en la que nos queda cerca sólo demoras diez minutos y se puede comprar una canasta básica por 5 lucas. Yo necesito comida para mis gatos. No hay por ninguna parte.
Uno de los minutos más esperados y también resistidos se concreta en la noche. Hay luz en los domicilios y es un alivio pues hervir el agua ya no estará destinado sólo al gas. Eso para los que teníamos cilindros porque los de sectores más nuevos no pueden decir lo mismo, su suministro era a cañerías. La suerte de algunos comienza equilibrarse un poco para todos. No concibo el día sin agua caliente a toda hora.
Hora del recuento. Es verdad, los televisores jodieron, el pc murió, los recuerdos de artesanía tan cuidados y elaborados por la familia están inutilizables. Las coberturas de la tele son limitadas y concentradas porque no hay cable. Igual, uno se empapa casi sediento de imágenes, de información real.
Entre los segundos que me dejan los comerciales pienso en lo que se viene, más viendo que hay tanto equipo periodístico desplegado y yo, con talento, con tantas historias de vida in situ y otras no contadas -como la urna que apareció en alta mar pues en Tumbes estaban velando a un lugareño-, con tanto material palpable de la emergencia que los relatores puestos en pantalla simplemente no conocieron. Y estoy en mi casa. Sabiendo que no hay pega. Que necesito reponer cosas. Que necesito salir de aquí...
En las noticias puedo ver que la zona costera de Cauquenes, donde pasé uno de los mejores veranos de mi vida y una etapa profesional entrañable, ya no existe. Se desparramó el pueblo por el suelo. Todo lo que conocí, que disfrute. Mi mapa emotivo es historia.
Aún así me regalan un amargo alivio. Hay gente, mucha gente que de verdad lo está pasando mal. Hay muchos de los nuestros que lo perdieron todo. Con el dolor de mi corazón, nosotros somos más afortunados que ellos. Y el nudo en la garganta es inevitable.

SOBREVIVIENDO, DÍA 5: La psicosis colectiva.

He comido poco. No porque no tenga qué echarme a la boca. En ocasiones así sólo hago ostensible mi capacidad de pasar el día con café, cigarros, jugo y pan. ¿Qué más necesita el hombre para vivir? Supongo que atención, cariño, afecto y algo de comprensión, de campo abierto para expresar lo que guarda dentro, para apoyarse. Y si no lo tienes, no importa. Son estas jugadas del destino las que te hacen comprender cuán solo estás y cuán sólo de alma puedes aguantar.
Todos los días calculo el agua que se gasta en casa y salgo a buscarla cerca. Sería el rey de las víctimas si digo que es un trabajo costoso. Tengo que caminar algunas cuadras trayendo baldes o cargando el carro que usualmente ocupo para la feria de los domingos. Ya ven que no cuesta tanto. Diría que casi te acostumbras y lo vas a echar de menos.
En el pozo de ayer queda poco que sacar. Apenas ayudo a una niña con su recipiente y me arranco a la piscina del condominio. Está un poco sucia y casi son sobras a la distancia pero una vez encima, créanme que todo lo que no abunda tiene cara de útil. Recolecto envases chicos y decido que es buena hora para darse un gusto. Sí, hoy es un gusto. Acomodando las cortinas de la ducha con algo de paciencia consigues en tu casa lo que otros salen a hacer irresponsablemente a lagunas contaminando más lo que queda. Hasta hay espacio para lo bizarro. Uno suele mirar la tina y decirle en broma “desde ahora, tú y yo seremos buenos amigos. Te tenía casi olvidada”.
Todos pagábamos por una ducha y por ciertas cosas que extrañamos. No hay agua, no hay comercio, no hay gas y un tipo de un negocio cercano asegura que van a abrir por ratos y que él me dice que tiene alimentos de gatos. Me alienta a no salir al centro a hacer interminables colas. Sin locomoción es tiempo perdido. Más de dos horas de trayecto a pie y las filas de cuadras puede hacerte perder el día. Seis horas de libre desplazamiento es demasiado poco. Y conseguir un salvoconducto es engorroso como ni se imaginan.
Si hay algo bueno en no tener una radio a pilas en la casa es que a veces la desinformación te puede salvar el pellejo. No es chiste. Y conste que yo más que nadie entiendo la necesidad de informar. Pero eso que hicieron los medios de comunicación a instancias de bomberos pudo ser catastrófico.
Corrió el rumor de un maremoto después del temblor vespertino de considerable magnitud y que si bien a muchos ya no nos asustaba -a mi me pilló cargando agua-, a varios otros como mi madre y un par de mis vecinos los había puesto más que en alerta. La suerte es que no oyeron a tiempo los llamados a la evacuación sino era anotarse un caos gratuito.
Es extraño esto de la percepción en algo tan cambiante como las manifestaciones de la naturaleza. A una semana del peor movimiento, desde el primer crujir de la tierra uno ya percibe y anticipa si lo que viene es fuerte o no. Está lejos de ser el efecto mareo del que todos hablan. Se trata de servirse del silencio para escuchar el aviso. Siempre hay anticipo aunque sea de un par de segundos.
Todas las réplicas fuertes de estas últimas jornadas las sentí antes, alcancé a ponerme a resguardo cuando era estrictamente necesario. Es más, diría que uno pierde hasta el miedo. Y no es de hombría arrogante. Es la lenta pero fuerte acción de la racionalidad en días en que saber qué hacer y guardar prudencia puede ser la diferencia entre estar vivo o muerto. Así de simple.
A lo lejos escucho un periodista de una radio capitalina –sólo hoy las empezamos a recibir de manera exigua- que se agita ante la creciente alarma de tsunami. Este tipejo no tiene la menor idea de lo que vivimos nosotros el sábado, pienso. A él lo afecta la histeria colectiva más que el temor real.
En las siguientes tres casas están preparándose para salir y hay enfrentamientos verbales con los que se quedan. Es tan simple entender que si el sábado no nos llegó el agua con algo bastante más destructivo, con este remezoncito no corríamos riesgo. Pero ante la desinformación, algunos corren. Y no es reprochable. Los puede salvar. Los demás apelan al viejo e irresponsable “si el mar me va a matar, mejor que sea en mi casa que corriendo por ahí”.
Tal agitación me sigue mostrando el entorno agrio de mi casa, de mi propia gente y las injusticias que ellos avalan entre sí. Comentan que hace unas horas, pasaron repartiendo almuerzos. Nadie avisó. Dicen que hay un circuito de unas cuatro casas donde se saben lejos de persecución por saqueo por más que tengan un evidente apero de cosas, las que se reparten entre unos pocos. Recapitulo que con algo de suerte un par de ellos consultó por la salud de mi madre. Por mi no preguntó nadie.
Y finalmente, sucede. Un tipo que conocemos de toda la vida, comerciante, amigo de la comunidad completa me saca los choros del canasto. El muy perla tiene ganas de conseguirse cigarros así que sale a vender unas pilas grandes que tiene en su poder, claramente obtenidas en el botín. La vecina le compra, mi vieja quiere pero no la dejo. Me parece último de rasca hacerlo con gente con problemas ahí al lado.
El curso se completa. La oportunidad de descargarse aunque sea por un instante golpea la puerta. El minuto de soltar la rabia acumulada quizás desde antes pero que sólo esta tragedia vista desde tan cerca me pudo generar. A instancias y guía de varias personas -que por fin supieron quién era yo, me vieron de manera distinta y hasta me escucharon hablar y aporta ese día- llegó un grupo de encargados de la repartición municipal llega hasta mi casa.
“Buenas tardes caballero, nos hicieron venir hasta acá porque dicen que usted es el presidente de esta calle, el encargado y estamos coordinando la llegada de provisiones y ayuda por parte del municipio”. Estaban casi todos los que viven ahí esperando noticias. De puro copuchentos o quizás ávidos por agarrar lo que fuera posible.
“No, señor, lo mío fue sólo la eventualidad de coordinar lo de la seguridad ya que ustedes nos dejaron botados. Pero si quiere repartir migajas, tiene hartos acá que le pueden servir, amigo. Yo me salvo sólo. No tengo tiempo para perderlo en gente que no te devuelve la mano” le dije. Supongo que escucharon. Y si les cayó mal, puedo hacer con ellos lo que el mundo hace con uno todos los días. Basurearlo o ignorarlo. No se necesita ser más literal.
Como si no fuese suficiente, ya sin posibilidades de desplazarse a otros puntos de la ciudad –las restricciones militares se conjugan con las personales de no querer ver tu zona está destruida sin psar por gente morbosa- uno opta por armarse panorama. Y con la llegada de un par de radios santiaguinas tratas de abrir tu espectro de información.
Hay un tal Rodriguinho que se esfuerza por hablar mal en una radio donde el sello es poner locutores que inventan voces ininteligibles. Ese debe ser el tarado que tanta gente que viajó decía ser lo único captable en el dial. Y malgastan la señal en un pelotudo que generó el rumor en Concepción y alrededores que aparte de la Biobío, lo único que se oía en el aire era la voz de un locutor gringo. ¿Gringo?
O incluso debo soportar a Paulsen mientras discute responsabilidades con el ex director de la Onemi, Maturana. Apuntan con el dedo y comienzan la caza de brujas como si a mi y al pueblo de más a la costa le importara su cómoda y estúpida fertilidad de análisis desde un sillón con aire acondicionado alrededor. Sus colegas eruditos de ADN –ya no sé si tanto- en deportes analizan si las estructuras nuevas tienen estándares aceptables y citan bibliografía sismográfica. La tendencia es a bajar el perfil y ser perspicaces aunque acá los hospitales de campaña aún no funcionan: La idea es ampliar la perspectiva general aunque la gente no tiene agua y sigue durmiendo en carpas. La bandera indica pegarle a la Biobío por lo de la alerta falsa cuando ellos se plegaron, llegan tarde y como buenos santiaguinos están alardeando a la distancia.
Lo que ayer me generaba admiración mediatica hoy me almacena nauseas. Los que ayer celebré hoy me parecen detestables bichos sentados en sillones de cuero analizando si el color de turno tiene o no ingerencia en la desgracia de la gente. Me molestan, pasaron a mi lista negra de comunicadores lucrando imagen y ruido a partir de la desgracia ajena.
También llega música y supongo que luego de días ahorrando tus energías o recursos ya asumes que lo peor pasó. Que la normalidad se viene encima y entonces, las otras carencias, las que ya existían y las que te inmovilizan y hunden en el pantano volverán a ocupar su lugar. Quizás es el primer momento para sopesar lo vivido, para dejar que la emocionalidad corra por la pequeña brecha que aún le queda abierta. Quizás es el miedo. Sí, el miedo a saber que semejante remezón no sirvió de nada, excepto para remarcar las frustraciones, para atiborrar las inseguridades y robarte de cuajo la esperanza.
O quizás es la muestra palpable de que cuando menos lo piensas, todo en tu vida puede ser peor...

SOBREVIVIENDO, DÍA 4: Armado hasta los dientes

Luego de la última ronda supongo que el cuerpo cedió. En la reunión final decidimos muchas cosas y una de ellas fueron los turnos. En mi cuadra los dividí en dos y me anoté en el segundo. De 2 AM a 6 AM. Eran las 10.45 de ayer cuando me recosté cansado como nunca por el día más agotador de todos. Me tapé con una frazada, de esas de lana que dan harto calor. Un ruido casi me botó del lecho. Un helicóptero sobrevuela la zona, o más bien, tenemos la suerte de estar a un par de kilómetros del aeropuerto y el piloto debe ser de otra zona.
Despierto sudado, con el cuerpo aún abatido por las caminatas eternas. “Cresta, me quedé dormido” pensé. Bajo corriendo, creyendo que eran cerca de las 4 AM pues la sensación era de haber pasado de largo. El reloj de pared anuncia recién las 00.15. Una hora y media que pareció una eternidad. Hay que tomar café y pensar en comprar un reloj de muñeca por si acaso. Uno nunca sabe cuando un terremoto te va a azotar la casa, la vida y hasta las malas costumbres de vivir desconectado del mundo cruel.
Igual se respiraba tranquilidad afuera. La pega de la tarde rindió sus frutos, “la pobla” se observa con importantes focos de luz artesanal. Es lo primordial si quieres alejar la sensación de inseguridad.
Veo mi puesto, hay gente copeteando y riendo. Voy al otro punto de la calle y decido quedarme. Está más expuesto y también más vacío. Allá me encuentro con un tipo de esos que con suerte saludas y vive a menos de cinco casas. Es oriundo de Mulchén como yo y me cuenta del pueblo, viene llegando. Panderetas en el suelo, estructuras y edificios clásicos dañados. Hasta dimos con que mi tío le hizo clases en el colegio. Me habla de la medialuna y del que era mi barrio en la Tomás Chávez. Están en pie, son señales que tranquilizan y alegran. El cementerio tuvo daños. Parece ridículo preocuparse por donde no hay vidas pero es allí donde quedan los únicos vestigios de quienes son mi sangre y mi historia. De mi padre, mi hermana, mis abuelos, tíos o primos. Cómo no voy a anhelar que ese cerro siga firme.
Lo que iba a ser una noche tensa resultó grata, casi light entre tantas otras. Uno de nuestros principales “asesores” de armamento viste pantalón y botas de campaña, tiene a su mano un rifle de respetable precisión, un revolver y hasta un sable de combate que en su envoltorio de plástico es la clásica imitación chilena de la legendaria espada japonesa. Si hasta los ejércitos yanquies la imitan, dice. Igual es para reírse. Lo bautizamos como G.I.Joe.
Como él, varios fans de la milicia, la disciplina militar y el poder de las armas tuvieron su noche de gloria. Fueron los héroes en quienes confiábamos. A los que hay “que hacerles el amén” para que no se alboroten. Ya cargan suficiente adrenalina gratis por esas horas.
Se habló del día del terremoto, de dónde nos pilló, de los hijos de algunos que estaban en discotheques y corrieron kilómetros para llegar a sus casa sin saber si sus padres estaban vivos. Otro cuenta cómo salió de un duodécimo piso con su mujer en el centro de Concepción y como bonus detalla que apenas avanzaron una cuadra ya había vándalos asaltándote en las calles. Ellos tuvieron suerte, unos de un block aledaño no. Les robaron las pocas cosas con las que salieron al exterior.
Uno de los relatos más estremecedores es de un cabro joven que tenía su hija pequeña y su mujer solas en una casa colindante con el local de Súper Pollo, uno de los primeros saqueados sin contemplación. Él vio desde los cerros de Tomé cómo las olas se recogieron tras el temblor. Se cortó la luz y la luna iluminó a ratos ese terrorífico paisaje. Habló de cómo regresó a la ciudad, de las condiciones en que encontró a su gente durmiendo en la calle, en un sofá cama prestado por vecinos. Repasó detalles tan espeluznantes como graficar su pasada por un local buscando leche, de las técnicas para irse coordinando con los que saqueaban y así repartirse las cosas básicas, de cómo sacaban pilas de los juguetes para que los demás se los llevaran, de cómo trataron de salvar un cajero automático que estaba siendo desencajado de su base con una camioneta. Ese tipo tiene 23 años y la lección de supervivencia que protagonizó ya lo marcó para la vida.
También hubo rato para hablar de personajes ayer concordantes y hoy disonantes como la Bachelet, algunos la defendieron, muchos perdieron su fe y otros simplemente observamos y sacamos conclusiones. El famoso 85% de popularidad con que contaba esta señora se fue al tacho. En la región no la quieren ni ver. Hay una decepción mayúscula con lo inoperante del gobierno en condiciones tan delicadas, tan necesarias de buena acción y no de mala reacción.
Supongo que es las últimas horas también sirvieron para que todos esos que venían del sur nos contaran qué decían los medios. Supimos bien de la destrucción del casco céntrico, de los puentes sobre el río Biobío, de Dichato, de Asmar, concordamos trágicamente en que la Armada está ocultando la información de la Isla Quiriquina. Nos confirman, esos muertos no se van a conocer en un buen tiempo si los hay. Yo creo que los hay. Si esa es la puerta de entrada a la Bahía de Concepción y el resto que la circunda desapareció, esa parte de la zona claramente quedó en su momento debajo del agua.
De la guardia nocturna hay varias cosas que sacar en limpio. La gente tiene miedo y también comienza a acumular rabia. Nos enteramos de los cuestionamientos, de las contradicciones del gobierno y los organismos de emergencia, de cómo el tema de fondo en la sociedad penquista ya parece ser la duda de quá tan bien se actuó. Yo digo, ¿qué creen?. Si estábamos ahí, a la intemperie, a merced de los maleantes. Nuestra única esperanza es el famoso toque de queda y ni eso nos regala paz.
La tensión de las primeras horas fue amainando. Ya hay certeza que la noche pasó sin sobresaltos. Algunos se van a dormir y yo hago lo mismo cerca de las 7 AM. Unas cuántas horas de sueño para luego despedir a mi hermana que regresa al sur. Tienen que salir a la 1 PM pues la prohibición de circular en las calles dura hasta mediodía. Hay un anciano perdido que tiene casa en Dichato. Es como su padrino. Se lleva esa preocupación de vuelta al sur y la de no convencer a la viejita que se regrese con ella, cosa en que intenté mediar sin suerte. Hay personas que a su edad sólo piensan en su casa y no en los riesgos personales. No lo comparto pero lo acepto. Mi negra sabe que sólo deberá esperar algunos días para poder comunicarse por celulares. Al menos, ya tiene la certeza del abrazo. Y eso la deja volver a Puerto Montt en paz.
Dicen que ante la falta de agua de la piscina y las punteras, hay un pozo de almacenamiento atrás de los departamentos. Ya hay fila de vecinos. Muchos llegaron recién a cuidar sus casas y son los que nos tuvieron a merced de los delincuentes. Son los pudientes, los que podían tentar a las hordas de escoria humana.
Entre todos trabajamos y algunos corren el riesgo de meterse al pozo para amarrar los lazos, hacer una especie de polea con cuerdas y lanzar recipientes de harta capacidad. Así podemos ir llenando desde baldes hasta la botella de la señora cuica que llegó con envases chicos.
Por ahora, lo que hay en ese pozo es como el avance del clima. Algo poco más claro que la de días anteriores. Todos los saldos de agua pueden quedar para los receptáculos de baño. Allí también hay focos de higienización que necesitamos ir normalizando en la medida de lo posible. Y en honor a la más preciada sinceridad, por estos días de tanta tensión y algo de amargura el cuerpo y su armatoste intestinal suele acompañarte más que traicionarte.
Mi hermano llega con su mujer y nos trae tranquilidad de cómo siguen. Nos trae dulces y algo de alimentos para los gatos que encontraron en otro supermercado y nosotros les convidamos mineral y cigarros. El tema valórico de por qué se produjo la estampida social ameniza la improvisada mesa. A ellos, que viven en un sector más tradicional de la misma comuna hualpenina los protegieron los mismos “patos malos” que estaban enfrentándose con las verdaderas mafias de saqueadores.
El mercado negro en los meses futuros será impresionante, lo que dicen que están encontrando es irrisorio. Nos sale la rabia por los poros. Y aunque uno trata de poner cordura, de verdad que cuesta mucho. Estamos todos resentidos, acá nos miraron por debajo del hombro a todos. A mi región entera la pasaron por el cedazo de la centralización…
Llegada la tarde aparece un amigo que vino a ver a su familia desde Calama. Dice que demoró 32 horas. Su peor impresión fue ver la ciudad en el suelo y que el bus no pudo ingresar al terminal de buses porque estaban robándole a la gente que bajaba o a los mismos choferes. Cómo él o como mi hermana, hubo miles de compatriotas que sin pensarlo se vinieron a la zona del desastre a ayudar, a constatar en el contacto físico la realidad de sus seres queridos. Y fue ese mismo espíritu el que empezó a notarse horas después. Llegar de Temuco a Santiago en la noche siguiente te tardaba casi 24 horas por la 5 Sur.
Durante esa tarde noche la preocupación ya era otra. Al mal olor de los baños se sumaban bolsas de basura desparramadas por los perros. El terremoto fue un sábado y ese era día de recolección. Un improvisado sitio eriazo servía parta que algunos de los vecinos. Fue otra jornada de ir y venir, de intentar coordinar. Como no se trataba de emergencia, ya nadie quiere cooperar.
Si algo sirve de ser tan ostracista y poco sociable es que aprendes a observar a la gente. Incluso, la mejor parte es que más pronto de lo que piensas ya estás jugando su juego. Esa noche no salí del frontis de mi casa, mis gatos se regocijaron viéndome allí sin salir ni repartir esfuerzos innecesarios.
El mensaje ya está claro. Acá hay que salvarse sólo. Y no me complica. Yo estoy acostumbrado a deambular por este paraíso del egoísmo. Me acomoda, me acostumbré. Cuando en la vida nadie te dio oportunidades uno aprende a defenderse de acuerdo a su conveniencia. Para mi, es como el refrían de “pez en el agua”. Supongo que más que una visión negativa y condenable, no es más que seguir la corriente. Los que se desviven por los demás hoy son idealistas, imbéciles o mentirosos. Los que se protegen a sí mismos ante la adversidad más vil son inteligentes. Y yo no tengo ni un pelo de tonto…

SOBREVIVIENDO, DÍA 3: Quién dijo que ya no podía ser peor…

Siempre digo que el hambre más incontrolable es el hambre de información. No nos acordamos que por ahí andaba un reproductor de cd portátil, que tenía radio y rápidamente me hice de él. Sigue llegándonos sólo Biobío y cuando ocupan el aire para preguntar por personas o dar avisos la apago para ahorrar energía. No sabemos cuándo tendremos luz de vuelta. Unos farolillos pequeños que nos regalaron en navidad -de esos que aprietas en la superficie y se prenden- son nuestra insospechada manera de movernos de noche.
Otra vez me quedo en vela en la entrada con un café y los pocos cigarros que quedan. Fue una noche de contrastes. La luna llena ayuda a iluminar la silente jornada. En la radio, los vecinos de San Pedro y Chiguayante se quejan de hordas de delincuentes acechando sus casas. Hay tiros y enfrentamientos. Los famosos militares que autorizó el inepto ministro de defensa apenas suman 1200. Peor aún. Son cabros nuevos sin permiso de disparar. Las llamadas suman y siguen. No salí de mi casa por si había que cuidar lo que queda. Y era por una razón muy simple. Mientras más escuchábamos noticias, más temor reinaba.
Yo estaba asumiendo que el avance del lumpen iba a ser paulatino y hacia los barrios perimetrales del gran Concepción. Así también, entendía que no era esta noche la peligrosa para nosotros. No obstante alguien de un condominio cercano oyó un vidrio quebrarse, tocó un silbato y desató la psicosis. Las mujeres gritaban, los hombres del pasaje corrían a socorrer la nada misma. Falsa alarma, la primera de muchas…
Se durmió algo, creo. Un par de horas a lo sumo. En la mañana ya hubo que ir a buscar agua a la piscina que poco de abastecimiento desde una puntera. Faltaba azúcar y fideos para el perro. Mi madre salió a buscar desde el suelo del Súper 10. Indigno pero cierto. Apenas llega me tenté con ir a dar una vuelta, a ver si quedaba algo. Resumen: Otro par de zapatillas estropeado, agarré un lavalozas, un desinfectante, un cloro de esos en miniatura y un kilo de azúcar que estaba pisado y manchado. Con los días supe que además de sucia, la endulzante bolsa estaba contaminada con algo. El café sabe a agua de calcetines. Nunca tomé semejante brebaje tan horripilante. No busqué más esa mañana porque llegaron los militares. No nos golpean porque saben que andamos buscando víveres. Nos ayudan a salir pero deben tomar el lugar.
Salgo a dar otra vuelta con la cámara, esta vez más extensa. Visito centros comerciales, los que colindan a la municipalidad de Hualpén, los de Sagrados Corazones donde antes fui a buscar cosas, la Vega Monumental y sus alrededores. Da pena ver como destruyeron todo, como no queda nada en pie salvo las cáscaras de las estructuras, como destruyeron puestos de gente que llevaba menos de dos meses soportando las inclemencias de perder sus fuentes de trabajo en el incendio de enero. El vandalismo es digno de las peores guerras.
Más allá, perros heridos buscan comida entre la basura mientras otros tantos atropellados yacen a la vera del camino. Ese mismo camino donde gente de traje, corbata y barba de dos días hace dedo hacia San Pedro, Lota o Coronel. No hay micros. Apenas, una bomba de bencina opera con fila de diez cuadras hacia atrás.
Cuando retorno encuentro dos detalles. Uno, que la gente aplaude y vitorea camiones de militares que pasan por el sector. Dos, que todos los vecinos van en dirección a la iglesia. Sigo la inercia y doy con el grupo abrumado porque un tipo hace trámites de informar que la presidenta de la Junta de Vecinos aún no llega y que posiblemente no repartirán alimentos. Es falso y la gente está molesta por la inconsistencia de la reunión.
Le sugiero que coordinemos el tema de seguridad para esa noche entre todos y 1 minuto después estoy en su lugar entregando recomendaciones. Que no dejen sus casas, que las mujeres y los niños pernocten adentro, que armen turnos de guardias y creemos santos y señas. Que tengamos claro que esa noche será peor que la del terremoto mismo, que las bandas de saqueadores llegaron a los barrios residenciales nuevos recién hoy. Que esta jornada habrá movimiento. Varios aportan ideas y cuando llega la encargada del sector con cero noticias desde el municipio, los vecinos me piden que me quede y agrupe las iniciativas. Líder por descarte…
En la mitad de la discusión se forma una batahola. Una señora de unos cincuenta años llega corriendo como puede, hecha un mar de nervios. “Señor, allá atrás hay familias solas y dicen que viene un grupo de saqueadores en camioneta”.
Como el mal rumor, la noticia ya había corrido por todas las cuadras aledañas. Finalmente no era cierto pero el susto cundió igual. Me dio lástima ver a uno de mis vecinos tan flaco como su cáncer lo puede mantener en pie. Tenía un fierro en la mano y se destacaba entre una banda de unos 40 improvisados guerrilleros parapetados a la entrada del pasaje.
Uno se da cuenta que esta gente no se va a quedar en su living esperando que la autoridad incompetente se digne a salir en su auxilio. Esta gente no tiene más que sus casas. Y si hay que arriesgar la vida por ello lo van a hacer.
Hay que organizarlos, tranquilizarlos. No es tarea fácil. Sólo en esa parte de nuestra comunidad son más de 600 familias. Multipliquen entonces el número de hombres enlistados para salir al choque, de mujeres histéricas y niños que quieren andar metidos encima. Peor es cuando escuchamos por la radio -en directo para todo el país- que el alcalde de Hualpén lloraba en vivo porque estaban arrasando con su oficina ante sus propios ojos. La frase fue desoladora: “Michelle, no creas lo que te dicen los asesores que mandaste, no han salido a las calles, no tienen idea de lo que pasa. Presidenta, Rosende está cagado de miedo”.
Histriónico o no, media hora después se aseguraba esa zona de la comuna y se ordenaba que el bueno para nada del subsecretario regresara a Santiago para leer listas, lo único que sabe hacer bien. Lamentablemente, nos dejaba el problema a nosotros. Con personal militar en el corazón de Hualpén, las riadas de maleantes se iban a trasladar hacia los barrios desprotegidos. Era el turno de armarse con lo que fuera, de imponer cordura y sobretodo, la coordinación.
Las cosas siempre pasan por algo mejor. Mientras hacíamos la ronda de sugerencias a los vecinos –cerrar sus pasajes pero con una barricada expedita ante cualquier emergencia, tener un solo armamento de fuego identificable para la primera alarma, santos y señas más la debida instrucción para qué hacer en un caso de emergencia en otro sector- se escuchó un niño gritar desesperado. Muchos corrieron y apenas alcanzamos a frenar el ímpetu del resto. Falsa alarma otra vez. Pero sirvió de ejemplo tácito. Ante el menor sobresalto iban a correr todos y esa era mala señal. No es malo tener una recreación que ahorre pizarra, una en vivo y en directo, pensé. Miremos el lado lleno del vaso
Ya empiezo a observar los primeros atisbos de mala vecindad. Pedimos una camioneta para irnos a la empresa de un compañero de causa a sacar algunos neumáticos necesarios para armar fogatas. Sólo necesitamos un mísero móvil. Ante la desidia pedimos tarros de pintura para hacer chonchonas, para iluminar el perímetro más permeable que por desgracia da con nuestras casas. Más de alguno trajo de latex cuando se sabe que no encienden.
Hay buena voluntad en la mayoría eso sí. Dejamos los grupos armados, identificados los colores de ropa posibles, las claves con que nos vamos a comunicar entre personas pues no todos se conocen y cualquiera despierta sospecha en la oscuridad. Los puestos que se avanza en caso de una alerta, los turnos y los encargados por pasaje o calle. Hay que lidiar con los soldadillos de siempre que quieren salir a disparar sin miramientos o los Che Guevara que quieren inmolarse por la causa.
La cosa es clara. No me interesa proteger los derechos humanos de nadie. Sólo apelo a que si se arma una batahola, con el nivel de descontrol evidente no vayan a matar a alguno de nosotros con una bala perdida.
Mientras salimos a observar el diseño del radio protector en un alto observamos un hongo de humo a kilómetros, mirando hacia Concepción. Es como una bomba atómica, dicen algunos. Otros apelan al recuerdo del 11/9. Creemos que cedió la Torre O’higgins. Pronto nos enteraríamos que se quemó el local de La Polar. El rumor cuenta que con 15 saqueadores dentro. Si así es, bienvenido sea.
La frase más recurrente es, si hubiese estado Pinochet esto no habría pasado. Yo soy más cauto, quizás más específico. Creo que acá bastaba con que los militares encontraran saqueando casas y simplemente corrieran balas. Al ladrón de noche sólo le preocupa perder la vida. El problema es que nadie se quiere hacer cargo de una matanza de vándalos. Es delicado el item milicia en Chile. Y el impuesto del miedo adicional lo tenemos que pagar nosotros. Por decencia, por nuestra propia dignidad.
Mientras, una buena noticia. Me gritan que llegó mi hermana del sur. Venía con un par de colegas, en un furgón. Traen alimentos no perecibles y agua para tres familias. A mi me salva la vida porque me trajo un par de cajetillas de cigarros. Es más la tranquilidad de verla bien. De dejar que se disfrute con la vieja. Los padres tienden a valorar más a los hijos que tienen lejos. Y supongo que es un proceso natural así que prefiero no interferir el momento.
Ni disfrute a la negra, aun así, verla que descansa algo más aliviada también te contagia de optimismo. De vuelta a la confusión, el alcalde hollywodense manda a decirnos que estamos solos. Que nos organicemos. Tarde. Yo ya puse el tema en la tarima y de ahí, todos sacaron la cuota de supervivencia que nos queda. No nos protegieron ayer, no nos protegerán mañana, no nos van a proteger nunca. ¿Por qué tenemos que esperar que hoy sea distinto?

SOBREVIVIENDO DÍA 2: La necesidad y la vergüenza…

Obvio. Con dos días sin dormir, con tal nivel de convulsión interior era obvio que habría algo de sueño reparador. Cuatro horas parece poco pero es más que suficiente. Mejor si tu gata regalona, la última que faltaba por aparecer, brinca sobre tu cama y te despierta alegrándote la mañana. Es mediodía del domingo 28 y pongo atención en la calle; unas voces hablan del saqueo de la Farmacia Ahumada en Colón. Uno que leyó de fenómenos de agitación los entiende. Cree que son descontroles puntuales. Por eso mismo, salgo con dos bolsas de nylon dispuesto a recorrer el radio comercial para comprar harina. Apenas en la calle, veo a un vecino sacando cajas de jugo natural desde su maletero. “Están saqueando el Súper 10, Ricardo. No creo que quede nada” me dice…
Otro de los coterráneos ofrece encaminarme hacia fuera del barrio. Su hijo se sube adelante y exclama literal. “Estos descarados traen hasta un televisor”. Es verdad. Andaban tres autos de esa casa y se coordinaban para sacar y trasladar. La demás gente del barrio pasa aglomerada en las cuadras, todos cargan algo. Insisto, aún me parece normal.
Pienso que se inició a la misma hora en que nosotros estábamos de vigilia en la fogata. Ya perdimos la oportunidad de jugar al “carro millonario”, pensé. Me daba lo mismo. Llama la atención que un tipo carga sólo dos bolsas gigantes de comida para perros. Hablando con otra gente días después supe que era dueño de 3 canes. Fue lo único que entró a sacar.
Ya estoy llegando cerca del supermercado y las hileras de gente con víveres es impresionante, heterogénea y ciertamente transversal. El estacionamiento lleno. Impacta ver que muchos trasladan carros repletos, como un pedido al aire libre pero basado en packs de algo. Se saca mercadería indiscriminadamente y luego entenderé por qué. Cuando llego a la puerta me abofetea un pandemonio que nunca pensé vivir en la vida. Gritos, gente corriendo, desesperación a plena luz del día y sin fuerzas policiales que apremiaran.
Entré a ver si agarraba algo indispensable. Pensé en cigarrillos. Ese sector del alcohol y tabaco yacía destruido. La imagen más dantesca era el sector de las góndolas de alimentación al por mayor, todas arrasadas. En los accesos ni siquiera las sillas de las cajeras quedaban. Los estantes estaban barridos y como imagen surrealista, una champaña intacta entre dos pasillos.
A poco andar guiándome hacia el sector de los tallarines que siempre le compro a mi perro, ya me doy cuenta que mis zapatillas habían pasado a la historia. Una capa viscosa de aceite, mayonesa y quien sabe qué mas te empantanaba en el suelo o bien te botaba de un resbalón.
Salí de ahí y di gracias de no llevar la cámara fotográfica porque habría significado golpiza o robo. Con la ropa ya manchada decidí que tenía que obtener algo necesario, azúcar o harina de preferencia. Como saben era fin de mes, no quedaba plata y si había, no se podía sacar. Es más, el cajero automático ya no estaba. Seguí una hilera de gente que extrañamente aún salía con cosas. Era una fila lenta, alborotada, exhausta en algunos casos y que expelía mucha tensión. A los costados, varios almacenando rumas de abarrotes, artículos de aseo. ¿Para qué quieren cajas de shampoo? ¿Tanta gente vive con ellos que necesitan decenas de displays de bebidas?
Veinte pasos más adelante ya aparece el caos. Es una bodega oscura. Apenas algunos más preparados en la acción llevan linternas para sí. De golpe y casi a tientas aparece una huincha gigante y en forma ascendente. Apenas se perciben a algunos que se lanzan con cajas en las manos. Cada una es un botín, hay que resguardarla a las carreras. Entiendo que debe ser la manera más expedita de bajar de un nivel menos atestado.
Ni siquiera pienso en buscar un acceso para subir porque la inercia me llevó hacia un rayo de luz a la izquierda. En medio de tanto revuelo grito “¡Tallarines!” y alguien responde “¡Arriba comestibles, abajo leche y bebidas!”. La capa del suelo es doblemente espesa y ya cuesta moverse. Algo cae del segundo nivel y por poco me da en la cabeza. En hacerle el quite alcanzo a tomarla, girarla y enterarme que contenía latas de jurel. Si me daba en la testera me mataba ahí mismo.
El rayo de luz difuso está concentrado en un sector de lácteos y cuando sale a regañadientes por entre las paredes cruza nuevamente por enfrente mío. Divisó delante de allí una zona de acopio de bebidas y apenas se ve que son de esas imitación. Al lado, dos displays de agua mineral de 6 unidades. La anuncio para quien la quiera y me quedo con la otra, la tomo como puedo y avanzo. Tengo agua y salmón pero me estoy ahogando. Mis pies chocan con un paquete abierto de jugos Watt’s, quedan 3. Los abrazo porque no hay más y trato de salir. Es imposible con ese peso.
Tomo las bolsas de nylon que llevaba para echar la harina y cuento siete latas del pescado en la caja, siguen cayendo cosas y pasa más gente empujando. Cuando quiero retomar el rumbo ya tengo capas de ají y mantequilla sobre los empaques del jugo y el agua. Como puedo avanzo y ante resbaladas constantes encuentro la cola de salida. Una persona cae entre el angosto hilo que separa la improvisada fila humana de ingreso y la de salida. Yo tropiezo por efecto dominó. Sólo pensaba en arrancar de ahí y conservar mis cosas, esas mismas que ante la improbabilidad de comprar alimentos para animales y bebestibles les puedo jurar que no nos quedaban entrada la semana.
Salir de allí fue similar odisea como tratar de llegar a casa. Cerca de mi calle, una fila inmensa de gente esperando agua de punteras y uno, embetunado de grasas y embutidos hacía lo imposible por acortar cuadras pronto. Caminé ese trecho sabiendo que una patrulla de carabineros miraba afuera, dejaba proceder y apenas trataba de no constatar víctimas ni congestión entre los autos que llegaban de todos los sectores.
Y por más autorizado que estuviese, por más que todos esos verdaderos clanes que sacaron pedidos y pedidos para abastecer su despensa, yo me sentí miserable. Poco me importa saber que perdí más en la ropa que desperdicié ya que salí sin planear arrastrarme por esos pisos. O que en un mes más puedo ir y pagar los seis mil pesos que cuesta lo que llevé hasta mi cocina. Sirvió, nos sacó de apuros… Pero fue fuerte. Y no se lo doy a nadie.
Quizás sea porque con el correr de las horas miraba incrédulo que el asunto era tema de todos, sin tapujos ni consideraciones. Que los demás seguían trayendo más y más artículos. Que aprovecharon el impulso y fueron al Líder, la CCU, la Coca Cola, que sus productos eran casi trofeo de guerra para los más descarados y hasta pudientes de mis vecinos.
Otros miraban con estupor. En medio de ese juicio valórico estaba yo. Pensando en que fue un acto irracional, el instinto de supervivencia. Que finalmente todos lo hicieron y yo fue conciente dentro de mi irresponsabilidad. Es más, con las horas me cuentan que ya no existen los Sta Isabel, las cadenas de farmacias, Homecenter, las multitiendas en el centro, los hipermercados de las comunas y barrios alejados de la ciudad, las bodegas de las grandes marcas de ropa y electrodomésticos. Todo, saquearon y destruyeron. En algunos lados incluso con fuego. Yo me siento parte aunque haya sido para comer.
¿No se pudo evitar acaso? Definitivamente sí. Y entonces muchos como yo mismo habríamos sacado similares cargas sin tener que mendigarlo. Pero lo más seguro es que ese miedo absurdo que tiene la autoridad civil hacia la acción castrense –cuando cuidan tanto su imagen internacional desmarcada de la milicia que gobernó Chile- desató un caos y una tragedia que les puedo asegurar fue muchísimo peor que el terremoto en sí.
Porque caló en nuestro amor propio, en la falta de responsabilidad de todos. Demostró que entre prejuicios de la autoridad incompetente, centralista y exacerbadamente política en sus miramientos –la alcaldesa UDI de Concepción se los anticipaba el caos por la radio y no le hicieron caso- más la falta de control socio-cultural, este país no se quiere, no se respeta y no organiza.
Poco importa que los ministros de la concertación nos enrostren el avance en números. Nacimos, vivimos y morimos siendo tercermundistas. Y a quién le importa. A nadie. Están demasiado ocupados buscando chivos expiatorios para justificar la payasada de poner a su monigote presidencial de polleras diciendo que no había un tsunami, paradójicamente cuando la pobre gente de la costa se moría ahogada en ese mismo minuto.
La culpa de este segundo desastre vinculado a los delincuentes y a los que nos dejamos llevar por el abastecimiento informal es de ellos, de los que mandan y ostentan el poder, el orden. Y de nosotros también. No es agradable contar esto. Pero supongo que son historias que uno deberá cargar en la mochila. Y en su momento, aportar con la vivencia para que nunca más se vuelvan a repetir. Aún así, otra vez apareció el insomnio, la frustración y la rabia.
Me afectó y eso que hasta hambre pasé alguna vez cuando malditos empleadores me dejaron botado en un pueblo cercano que justamente hoy se ve devastado por la misma tragedia que mi cuidad. ¿Y saben qué? No es lo mismo. Jamás pensé que pelearía así por algo que comer. No sé si eso te hace mejor o peor persona. Sólo sé que trapea tu dignidad...

SOBREVIVIENDO DÍA 1: El primer esfuerzo, las noticias que te quiebran…

Es cerca de las 7 AM de ese 27 de febrero. No pegué un ojo pero amago seguir despierto. La reja se abrió de sopetón y a las pujas y gritos, mi hermano mayor entra a la casa llorando y buscando desesperadamente a la vieja. La abraza y se susurran que están bien. Cómo no iba a asustarse. Corrió unos cuantos kilómetros apenas dejó a su mujer con los niños encargados a unos vecinos y en una cancha de tierra. El vive en un departamento de segundo piso. Claramente se impresiona al llegar a la casa maternal, encontrar plantas de altura en añicos a la entrada, abrir esa puerta y ver todas las despensas y muebles en el suelo, apilados con artefactos eléctricos y comestibles. El escenario dantesco se complementa con el descalabro del patio y la imagen del living con televisores en el suelo. Pensó lo peor y con razón.
Sólo dos horas después suena uno de los celulares de la casa, esa majamama de números de los cuales cualquiera servía hoy para recibir noticias. No teníamos idea de cómo había sido el terremoto en el sur. El miedo lo despejaba un cercano a mi hermana que hizo puente desde Chiloé y nos contó que ella estaba bien aunque con histeria. Ya vamos enterándonos que somos los que más riesgo corrimos, el vox populi anuncia la peor devastación en medio de todo lo que conocíamos.
No hay ganas de comer. Sin luz, agua y con poco gas apelo por consumir lo menos posible. Tengo una idea de que esto va a durar semanas quizás. Tomo los envases que se puedan y salgo a recoger agua de donde sea. Me avisan que el condominio de departamentos colindante aún tiene algo en la piscina. El sitio luce abandonado y lúgubre. Hay que abastecerse. Lo que ayer era casi inaceptable hoy es necesidad.
Con cámara en mano aprovecho un aliento para sacar las primeras fotos de la catástrofe allí cerca. Cuadras y cadenas de panderetas en el suelo, muros de ladrillos desparramados, los postes cercanos como barricadas en las calles. Las veredas están trizadas, las calles levantadas, muchas casas en declive o con daños estructurales serios, un edificio se observa inclinado y la casucha del conserje de ese exclusivo proyecto está medio metro hundida en el terreno. Un poco más hacia Avenida Colón, la línea del ferrocarril que nutre el Biotrén en forma de “s” al algunos tramos. El culebreo del temblor retorció hasta los rieles.
Cerca de ahí, una panadería minimarket tiene cientos de personas desesperadas buscando provisiones de segunda o tercera necesidad. Llego a la puerta de la bodega donde están recibiendo clientes y la dueña, algo desesperada, hace cuanto puede por alejar a la muchedumbre y cerrar el boliche. Me ve y extrañamente me toma de un brazo y me hace entrar. Una bebida de dos litros y una cajetilla de cigarrillos. Soy el último, los demás quedan en la víspera.
Un café en la casa para esperar sin suerte que regresen los gatos más regalones. Algunos ya aparecieron. A otros ya los extrañamos con algo de desesperación, apelando a su consabida capacidad de vivir sin contratiempos de calle. Hacemos fuerza porque lleguen. Son una parte demasiado importante en esta familia cada vez más disgregada y sola. Mientras, me dedico a ordenar lo que rodó y evaluar lo que ya no hay.
De los cuatro televisores, tres cayeron al suelo de manera fatal. Hay que sumar muebles que se abrieron con el vaivén, uno de ellos del computador más piezas afectadas que lo dejan inutilizable y olvidándome de plano de las redes sociales para mucho rato. Sigo contando. Un 90% de vasos, tazas más varios platos. No es tanto. Ya está, ya se perdió.
A medida que salgo a la calle o robar novedades ya corren rumores certeros de consecuencias inmediatas. Dicen que Concepción está en el suelo, que parece una urbe bombardeada, que los edificios al frente del Líder colapsaron y uno cayó matando personas. Que otros de la misma constructora tampoco aguantaron en el sector de Club Hípico. De haberse entregado cuando se contemplaba, allí pudimos haber contado un centenar de muertos más.
Uno de los que pudo recorrer en auto hacia Talcahuano cuenta con horror como sólo se puede llegar hasta un poco antes de Isla Rocuant. Que hay una capa de algas secas y acumuladas que se mezclan con escombros y restos de costa. La ciudad y sobretodo esa gente que vive “en el bajo puerto” está sitiada por la acción del agua. Fue tsunami. No hay duda para los que pasamos esas horas sin un receptor.
No tenemos información pero ciertos tips me sirven para adelantar las consecuencias de lo que vendrá. Se escaparon los tipos de algunos penales dicen. Peligro inminente que se subraya con uno de los anecdotarios más tristes que me cuentan. En una avenida de la ciudad puerto yace un equino asesinado, partido en dos, casi “fileteado” por la gente. Se lo atribuyen a la desesperación. Yo empiezo a pensar en la cultura del saqueo sin saber que la idea quedará corta.
Las réplicas fueron algo menores, no superiores a los 4 grados, con lapsus de 20 minutos que permitían conciliar el sueño y con un solo guascazo que inspiraba la idea del reacomodo tectónico. Así entonces, ya se pudo observar algunos puntos de reunión en el pasaje. Los vecinos más afines se acurrucaron a pasar la noche. Nosotros, poco sociables como la mala costumbre indica, nos tuvimos que enterar recién de quiebres matrimoniales, peleas de pareja, etc.
El pasaje ya no se llama “El Hornero”. Al sabor de un pollo asado en una improvisada fogata y el enguindado que se salvó de nuestra guarda hemos decidido que cargue con el apodo de “Los Infieles”. Cerca de las 8 AM ya podemos ir a dormir. Pensando que la convulsión estaba por terminar. Macizo error. Maldito y craso error…

SOBREVIVIENDO, DÍA 1: La muerte llega sin golpear…

Terminaba de twittear lo del festival de Viña, eran pasadas las 3.30 AM cuando se siente un fatal estruendo, como un motor de microbus pero viene de abajo, creciendo y dando paso al temblor. Duró segundos ese preámbulo. Apenas se corta la luz de golpe comienza el movimiento más oscilante que me lanza de la silla. Todo se agita con inusitada violencia. Estoy en un segundo piso. La costumbre me hizo creer que semejante azote es normal, que ya va a pasar. Es lo que internalizas. “Ya, ya, tranquilo…”
Por instinto casi estúpido me tomo de las barandas que rodean el acceso a la escalera. Son de madera y se mueven con arrebato. Horas después entendí que fácilmente pudo quebrase: mi cabeza habría terminado de base en el primer piso. Era muerte o lesiones graves seguras.
Se alarga el infierno con tanto vaivén; en vez de amainar crece y se ensaña. La racionalidad se pierde, la desesperación apremia, piensas en salvarte. Pero escogiste un mal lugar. Pasado el minuto, con el estruendo más fuerte aún, el ruido ensordecedor de cosas reventándose en el piso y la casa como queriendo arrancarse de su raíz miro el techo. Pienso en mis viejos, mis hermanos, ruego e insulto al que algunos llaman Dios. Hay segundos para un primer indicio de objetividad demasiado angustiante. “Cuando se parta el techo se acabó. Hasta aquí llegaste Pinto”, me digo…
Con los muros aún zigzageantes bajo corriendo las escaleras y grito para dar con mi madre. Hay un raro olor en el ambiente, parece alcohol de farmacia. Las puertas aún se mueven. A tientas doy con su cama. Le hablo. No recibo respuesta.
Corro desesperado a la cocina y la puerta choca con sillones fuera de su lugar. Pienso que pudo haber salido a la calle. En medio de tanta oscuridad, miro a la casa del frente que sigue en pie y mi vecino, el Tito, responde somnoliento en su ventana con un “estamos todos bien…”
¿Y dónde cresta está mi madre? Un soplo en el pecho me invade cuando vuelvo a su habitación y no responde en medio de televisores y closet que cedieron desde altura. Toco su cama descartando que haya quedado atrapada ahí mientras grito tratando de palparla. Como puede me responde desde afuera. Llegó hasta el patio pero en esa escapada cayó y se golpeó la columna a la altura del coxis. Se resintió una fractura de antaño. Apenas puede estar en pie.
Su perra parece estar cuidándola. Sólo corrió para zafarle al millar de astillas gigantes que cayeron sobre su casa recién comprada y no se movió más del lado de su ama. Sin ese armatoste de plástico, la pobre mascota muere aplastada. Abrazo a mi madre y la contengo mientras llora desconsolada. “Tranquila viejita, le sobrevivimos al peor terremoto de la historia” le digo sin saber de números, escalas u observaciones inútiles. Sólo sé que nosotros y la casa estamos casi firmes. Hay que salir de aquí pronto.
La noche aciaga se acompaña con algunos vecinos de buena voluntad. Cinco o seis, no más. Todo a la intemperie. Nos sirve para saber de las historias del ’60, el lapso de tiempo entre uno y otro hace 50 años. Decidimos que es mejor amanecerse. Hay una réplica perceptible cada 3 minutos. Ir a buscar una frazada es una vía crucis ante cada azote de la tierra. Lo peor, es entrar y ver el desparramo de muebles, electrodomésticos, loza y un cuanto hay de artículos destrozados en el piso. Hay que apagar las velas encendidas. En la mañana podemos hacer recién un primer catastro de las pérdidas.
Mientras, enganchamos radio a la distancia que sale desde un auto desconocido. Sólo la Biobío tiene señal y hace lo que puede transmitiendo tranquilidad. Bachelet dice que no hay riesgo de Tsumani. Como todos los demás, le creemos y nos quedamos afuera por temor a las réplicas. Ni siquiera sabemos que en ese mismo minuto, lo que conocíamos por costa a unos pocos kilómetros era arrasada por el mar. ¿Una buena? Hoy ya pienso que si con esto el agua no nos inundó el barrio, ya no es ni jamás será amenaza latente.
Entrar a dormir era imposible. Al menos cuatro remezones intensísimos y otros muchos leves dejaban el corazón en la boca. Quizás sea un síndrome post traumático pero la única sensación posible es la de vomitar. Y cómo no. Tienes el conducto gastrointestinal desorientado, abrumado como tu sistema nervioso, como tu cabeza. Como tus sentidos
La mala idea de pernoctar en el segundo piso se disuelve entre los gritos de mi madre por saberme abajo más seguro y la alerta corporal incontrolable. Pruebo la práctica de dormir con un ojo abierto como lo llaman algunos. Es no dormir, en rigor. Ni siquiera coqueteas con el descanso. Es una sensación vertical vaga pero consciente, un estado de apremio sin alarmas.
La tensa espera porque amanezca y la luz-día te proteja, por empezar a contar lo que ya no se tiene sabiendo que al menos la vida y lo básico siguen ahí. Es pensar en los tuyos y que los latidos se vuelvan a acelerar. Y de alguna forma, también es dar gracias por saberte respirando y aún con techo…