sábado, 6 de marzo de 2010

SOBREVIVIENDO, DÍA 3: Quién dijo que ya no podía ser peor…

Siempre digo que el hambre más incontrolable es el hambre de información. No nos acordamos que por ahí andaba un reproductor de cd portátil, que tenía radio y rápidamente me hice de él. Sigue llegándonos sólo Biobío y cuando ocupan el aire para preguntar por personas o dar avisos la apago para ahorrar energía. No sabemos cuándo tendremos luz de vuelta. Unos farolillos pequeños que nos regalaron en navidad -de esos que aprietas en la superficie y se prenden- son nuestra insospechada manera de movernos de noche.
Otra vez me quedo en vela en la entrada con un café y los pocos cigarros que quedan. Fue una noche de contrastes. La luna llena ayuda a iluminar la silente jornada. En la radio, los vecinos de San Pedro y Chiguayante se quejan de hordas de delincuentes acechando sus casas. Hay tiros y enfrentamientos. Los famosos militares que autorizó el inepto ministro de defensa apenas suman 1200. Peor aún. Son cabros nuevos sin permiso de disparar. Las llamadas suman y siguen. No salí de mi casa por si había que cuidar lo que queda. Y era por una razón muy simple. Mientras más escuchábamos noticias, más temor reinaba.
Yo estaba asumiendo que el avance del lumpen iba a ser paulatino y hacia los barrios perimetrales del gran Concepción. Así también, entendía que no era esta noche la peligrosa para nosotros. No obstante alguien de un condominio cercano oyó un vidrio quebrarse, tocó un silbato y desató la psicosis. Las mujeres gritaban, los hombres del pasaje corrían a socorrer la nada misma. Falsa alarma, la primera de muchas…
Se durmió algo, creo. Un par de horas a lo sumo. En la mañana ya hubo que ir a buscar agua a la piscina que poco de abastecimiento desde una puntera. Faltaba azúcar y fideos para el perro. Mi madre salió a buscar desde el suelo del Súper 10. Indigno pero cierto. Apenas llega me tenté con ir a dar una vuelta, a ver si quedaba algo. Resumen: Otro par de zapatillas estropeado, agarré un lavalozas, un desinfectante, un cloro de esos en miniatura y un kilo de azúcar que estaba pisado y manchado. Con los días supe que además de sucia, la endulzante bolsa estaba contaminada con algo. El café sabe a agua de calcetines. Nunca tomé semejante brebaje tan horripilante. No busqué más esa mañana porque llegaron los militares. No nos golpean porque saben que andamos buscando víveres. Nos ayudan a salir pero deben tomar el lugar.
Salgo a dar otra vuelta con la cámara, esta vez más extensa. Visito centros comerciales, los que colindan a la municipalidad de Hualpén, los de Sagrados Corazones donde antes fui a buscar cosas, la Vega Monumental y sus alrededores. Da pena ver como destruyeron todo, como no queda nada en pie salvo las cáscaras de las estructuras, como destruyeron puestos de gente que llevaba menos de dos meses soportando las inclemencias de perder sus fuentes de trabajo en el incendio de enero. El vandalismo es digno de las peores guerras.
Más allá, perros heridos buscan comida entre la basura mientras otros tantos atropellados yacen a la vera del camino. Ese mismo camino donde gente de traje, corbata y barba de dos días hace dedo hacia San Pedro, Lota o Coronel. No hay micros. Apenas, una bomba de bencina opera con fila de diez cuadras hacia atrás.
Cuando retorno encuentro dos detalles. Uno, que la gente aplaude y vitorea camiones de militares que pasan por el sector. Dos, que todos los vecinos van en dirección a la iglesia. Sigo la inercia y doy con el grupo abrumado porque un tipo hace trámites de informar que la presidenta de la Junta de Vecinos aún no llega y que posiblemente no repartirán alimentos. Es falso y la gente está molesta por la inconsistencia de la reunión.
Le sugiero que coordinemos el tema de seguridad para esa noche entre todos y 1 minuto después estoy en su lugar entregando recomendaciones. Que no dejen sus casas, que las mujeres y los niños pernocten adentro, que armen turnos de guardias y creemos santos y señas. Que tengamos claro que esa noche será peor que la del terremoto mismo, que las bandas de saqueadores llegaron a los barrios residenciales nuevos recién hoy. Que esta jornada habrá movimiento. Varios aportan ideas y cuando llega la encargada del sector con cero noticias desde el municipio, los vecinos me piden que me quede y agrupe las iniciativas. Líder por descarte…
En la mitad de la discusión se forma una batahola. Una señora de unos cincuenta años llega corriendo como puede, hecha un mar de nervios. “Señor, allá atrás hay familias solas y dicen que viene un grupo de saqueadores en camioneta”.
Como el mal rumor, la noticia ya había corrido por todas las cuadras aledañas. Finalmente no era cierto pero el susto cundió igual. Me dio lástima ver a uno de mis vecinos tan flaco como su cáncer lo puede mantener en pie. Tenía un fierro en la mano y se destacaba entre una banda de unos 40 improvisados guerrilleros parapetados a la entrada del pasaje.
Uno se da cuenta que esta gente no se va a quedar en su living esperando que la autoridad incompetente se digne a salir en su auxilio. Esta gente no tiene más que sus casas. Y si hay que arriesgar la vida por ello lo van a hacer.
Hay que organizarlos, tranquilizarlos. No es tarea fácil. Sólo en esa parte de nuestra comunidad son más de 600 familias. Multipliquen entonces el número de hombres enlistados para salir al choque, de mujeres histéricas y niños que quieren andar metidos encima. Peor es cuando escuchamos por la radio -en directo para todo el país- que el alcalde de Hualpén lloraba en vivo porque estaban arrasando con su oficina ante sus propios ojos. La frase fue desoladora: “Michelle, no creas lo que te dicen los asesores que mandaste, no han salido a las calles, no tienen idea de lo que pasa. Presidenta, Rosende está cagado de miedo”.
Histriónico o no, media hora después se aseguraba esa zona de la comuna y se ordenaba que el bueno para nada del subsecretario regresara a Santiago para leer listas, lo único que sabe hacer bien. Lamentablemente, nos dejaba el problema a nosotros. Con personal militar en el corazón de Hualpén, las riadas de maleantes se iban a trasladar hacia los barrios desprotegidos. Era el turno de armarse con lo que fuera, de imponer cordura y sobretodo, la coordinación.
Las cosas siempre pasan por algo mejor. Mientras hacíamos la ronda de sugerencias a los vecinos –cerrar sus pasajes pero con una barricada expedita ante cualquier emergencia, tener un solo armamento de fuego identificable para la primera alarma, santos y señas más la debida instrucción para qué hacer en un caso de emergencia en otro sector- se escuchó un niño gritar desesperado. Muchos corrieron y apenas alcanzamos a frenar el ímpetu del resto. Falsa alarma otra vez. Pero sirvió de ejemplo tácito. Ante el menor sobresalto iban a correr todos y esa era mala señal. No es malo tener una recreación que ahorre pizarra, una en vivo y en directo, pensé. Miremos el lado lleno del vaso
Ya empiezo a observar los primeros atisbos de mala vecindad. Pedimos una camioneta para irnos a la empresa de un compañero de causa a sacar algunos neumáticos necesarios para armar fogatas. Sólo necesitamos un mísero móvil. Ante la desidia pedimos tarros de pintura para hacer chonchonas, para iluminar el perímetro más permeable que por desgracia da con nuestras casas. Más de alguno trajo de latex cuando se sabe que no encienden.
Hay buena voluntad en la mayoría eso sí. Dejamos los grupos armados, identificados los colores de ropa posibles, las claves con que nos vamos a comunicar entre personas pues no todos se conocen y cualquiera despierta sospecha en la oscuridad. Los puestos que se avanza en caso de una alerta, los turnos y los encargados por pasaje o calle. Hay que lidiar con los soldadillos de siempre que quieren salir a disparar sin miramientos o los Che Guevara que quieren inmolarse por la causa.
La cosa es clara. No me interesa proteger los derechos humanos de nadie. Sólo apelo a que si se arma una batahola, con el nivel de descontrol evidente no vayan a matar a alguno de nosotros con una bala perdida.
Mientras salimos a observar el diseño del radio protector en un alto observamos un hongo de humo a kilómetros, mirando hacia Concepción. Es como una bomba atómica, dicen algunos. Otros apelan al recuerdo del 11/9. Creemos que cedió la Torre O’higgins. Pronto nos enteraríamos que se quemó el local de La Polar. El rumor cuenta que con 15 saqueadores dentro. Si así es, bienvenido sea.
La frase más recurrente es, si hubiese estado Pinochet esto no habría pasado. Yo soy más cauto, quizás más específico. Creo que acá bastaba con que los militares encontraran saqueando casas y simplemente corrieran balas. Al ladrón de noche sólo le preocupa perder la vida. El problema es que nadie se quiere hacer cargo de una matanza de vándalos. Es delicado el item milicia en Chile. Y el impuesto del miedo adicional lo tenemos que pagar nosotros. Por decencia, por nuestra propia dignidad.
Mientras, una buena noticia. Me gritan que llegó mi hermana del sur. Venía con un par de colegas, en un furgón. Traen alimentos no perecibles y agua para tres familias. A mi me salva la vida porque me trajo un par de cajetillas de cigarros. Es más la tranquilidad de verla bien. De dejar que se disfrute con la vieja. Los padres tienden a valorar más a los hijos que tienen lejos. Y supongo que es un proceso natural así que prefiero no interferir el momento.
Ni disfrute a la negra, aun así, verla que descansa algo más aliviada también te contagia de optimismo. De vuelta a la confusión, el alcalde hollywodense manda a decirnos que estamos solos. Que nos organicemos. Tarde. Yo ya puse el tema en la tarima y de ahí, todos sacaron la cuota de supervivencia que nos queda. No nos protegieron ayer, no nos protegerán mañana, no nos van a proteger nunca. ¿Por qué tenemos que esperar que hoy sea distinto?

1 comentario:

s... dijo...

este capítulo es notable.
prosigo con la lectura…
saludos @pintoelemento

"@sudamericanas"